Rubem Fonseca: el cuerpo como campo de batalla

Rubem Fonseca: el cuerpo como campo de batalla

La cualidad suprema de su escritura radica en la idea de conceptualizar el cuerpo humano como campo de batalla narrativo, para exponer la naturaleza de las pasiones, crímenes o deseos ocultos entre las profundidades del alma.

Luis Rivera[1]

Luego de formarse como abogado penalista y trabajar para el cuerpo policial de la ciudad de Río de Janeiro por casi una década, la carrera literaria de Rubem Fonseca comenzó en los albores de los años sesenta con la aparición de su primer libro de cuentos Los prisioneros (1963), brindándole notoriedad gracias a la vertiginosa narrativa contenida entre sus páginas. Perteneciente a una generación prolífica de escritores brasileños (Moacyr Scilar, Nélida Piñón y la propia Clarice Lispector) perseguidos por los tentáculos de la censura dictatorial de la época, logró consagrarse gracias a la implementación de un estilo particular, desafiante ante las normas e innovador para el enriquecimiento de la narrativa brasileña, así como la iberoamericana del último medio siglo.

Más allá de cierto encasillamiento detectivesco adjudicado por la publicidad editorial, la obra de Fonseca gozó de versatilidad en cuanto al desarrollo y experimentación en diversos géneros narrativos, destacando entre ellas la novela “histórica” Agosto (1990) https://bit.ly/3ts6ydp, el libro de crónicas breves La novela murió (2008), y José (2011), auto ficción que pone al descubierto ciertos pasajes en su vida personal. No obstante, la cualidad suprema de su escritura radica, a mi parecer, en la idea de conceptualizar el cuerpo humano como campo de batalla narrativo para exponer la naturaleza de las pasiones, crímenes o deseos ocultos entre las profundidades del alma. En obras tan emblemáticas como El gran arte (1983) o Bufo & Spallanzani (1985) es sustancial la importancia de la carne para el desarrollo de la trama; las travesías del sexo y la concatenación abrupta de la violencia, dan cabida a un universo prosístico en donde la sensibilidad del escritor impera en cada vejación, atentado o intento de redención corporal de sus personajes.  

Parte de esa sensibilidad rebasó las fronteras de la creación, manifestándose en actos de valor trascendental para grupos desprovistos de espacios culturales, como en la inauguración de una biblioteca exclusiva para personal del Metro de la ciudad de Río de Janeiro, por decir sólo alguno. Sin embargo, era conocido por varios su carácter reacio hacia la exposición mediática, logrando pocas veces una entrevista arrancada de sus labios. Con ello, incrementó la curiosidad sobre el mito de su personalidad extravagante, enigmática y alejada de reconocimientos sibaritas provistos por movimientos o grupos de poder, atentos a reclutarlo entre sus filas, fracasando infinidad de ocasiones en su cometido.

Por otro lado, cabe destacar la recepción positiva que sus libros han representado para los lectores y editoriales mexicanas, consolidada en el tiempo gracias a una importante tarea de reedición y traducción en forma periódica. En este sentido, merece especial reconocimiento la labor titánica de Regina Crespo y Rodolfo Mata para trasladar al español de México un lenguaje plagado de polifonías y modismos, resistente a toda adecuación o regla gramatical perjudicial para la soltura y fluidez de la narración. El gran arte de la traducción, combinado con la pasión y enseñanza de las letras brasileñas, hacen de ellos figuras referenciales para comprender los lazos literarios entre nuestro país y el gigante del sur. 

Lo anterior basta para considerar a Rubem Fonseca ya como autor de casa, es decir, naturalizarlo como parte contemporánea del universo literario mexicano. Además de las cualidades de traducción antes mencionadas, existen semejanzas con respecto a la representación de fenómenos que aquejan socialmente por igual ambas naciones. La pobreza, el abuso de los poderosos y la injusticia de la sociedad carioca es bastante similar a las usuales corruptelas experimentadas por la nuestra en forma cotidiana, abordadas desde la ficción por ingeniosos escritores como Élmer Mendoza o el mismo Eduardo Antonio Parra.

Tan longevo de edad como en publicaciones, el apagón de su luz hace apenas un año significó un revés para el entorno cultural de un Brasil cada vez más agobiado por la sinrazón y el autoritarismo político. Sólo la muerte pudo arrebatarle el incansable ánimo para continuar con su legado, pues como dice el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer: “alguien tiene futuro mientras no sabe que no lo tiene".  Ante todo, el mejor homenaje existente es continuar leyendo sus libros con el mismo asombro desplegado desde la primera vez en nuestras manos, extraviando nuevamente la inocencia de nuestras certezas, y cuestionando las verdades irrefutables de nuestro familiar entorno.

Ojalá así sea.

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[1] Sociólogo. Pasante de maestría en lenguas portuguesas y especialista en literatura mexicana del S. XX.

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