La impostura de la maternidad
Siempre llamaba al océano la mar, que es como lo llama la gente que lo ama. A veces quienes lo aman hablan mal de él, pero siempre lo hacen como si fuese una mujer. Algunos pescadores más jóvenes, los que utilizaban boyas para los sedales y tenían botes a motor, comprados cuando los hígados de tiburón se pagaban a buen precio, lo llamaban el mar, en masculino. Y hablaban de él como un rival, o un lugar, o incluso un enemigo. Pero el viejo siempre se refería a él en femenino y como algo que concedía o rehusaba grandes favores y que si hacía cosas malvadas y violentas era porque no podía evitarlo. La luna le afecta igual que a las mujeres, pensó.
Ernest Hemingway, El viejo y el mar
Procrear es, de una u otra manera, una forma de ejercer la maldad. Aquel que brinda la vida, también concede la muerte. No obstante, dicha impostura suele comenzar de modo positivo e incluso festivo. Allí radica su ingenuidad. Es así como el papel del padre se asemeja mucho al del impostor.
Así inicia La perra, de Pilar Quintana: el cadáver de una hembra canina que recién engendró a varios cachorros. A partir de ello, la protagonista hace un recuento de las posibilidades, de todo aquello que hubiera podido ocurrir de seguir viva, así como el futuro de sus crías. Ese aciago impulso de la imaginación que sólo puede conceder la muerte, incluido, por supuesto, el anhelo de vida. Nos precede la ausencia, y es precisamente a partir de ella, donde todo toma sentido. La Nada. Recordemos que, finalmente, desaparecer es sólo perceptible para el que se queda. Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte?, podemos leer en la Apología de Sócrates.
Pilar Quintana, traza una escritura donde esas palabras, de apariencia inofensiva, poseen la capacidad de mostrarse sumamente violentas. Frases que no están allí para adornar los eventos. Existe la belleza, claro, pero es insostenible. Como ese insondable mar de fondo, que pergeña el deterioro de los habitantes. La mar, como decía Hemingway. Y también está la lluvia, que suele invocar los presagios más atroces. Ya lo afirmaba Heráclito: la naturaleza ama ocultarse. Con ello, decidimos desvelar sus enigmas, aún cuando carecemos de los recursos apropiados. En La perra, podemos percibir a Damaris, su protagonista, tratando de descifrar esa Nada, esos seres que adquieren su nombre al ser percibidos como posibilidad. Rogelio - su compañero-, y Chirli - la perra-, son parte de esos impulsos.
De esta forma es como llegamos al amor de madre: esa aspiración a dominar y poseer. Domesticar. Pero en una naturaleza indómita, los seres son constantemente insobornables. El amor puede serlo todo, menos sosiego, serenidad, calma. Regularmente, el amor sólo es pernicioso para el que ama. Lo sabemos. Damaris también: Que si Ximena tenía tanta rabia contra los vecinos era solo para no hundirse en la tristeza. La rabia como única alternativa para continuar.
Más adelante, Chirli queda preñada; Damaris, aún con todos los rituales, no. Por lo tanto, a los deseos infructuosos de pareja, se suman los de la maternidad frustrada y el odio propio. Damaris se concibe como ese ser que sólo percibe el deterioro en su cuerpo y la muerte de todo aquello que le rodea. Entonces llegan los cachorros, y el abandono de su madre: encontramos nuevamente la posibilidad de desaparecer. No parece existir otra vía. Es un vacío que regresa, y vuelve a iniciar. El ciclo no se detiene nunca.